7 de febrero de 2015

El Llano, Poética y Estética de una Misma Lejanía


PONENCIA EN CONVERSATORIO DE LA II BIENAL NACIONAL DE LITERATURA “JOSÉ VICENTE ABREU”
(Agosto 30 de 2012)

EL LLANO, POÉTICA Y ESTÉTICA DE UNA MISMA LEJANÍA
-A la memoria de José Vicente Abreu-
Por Argenis Méndez Echenique,
Cronista de San Fernando de Apure
Director de CEHISLLAVE

“El intelectual tiene una función educadora y guiadora,
que no es precisamente la del político demagogo,
sino la del sembrador responsable”.
ORLANDO ARAUJO.
 
Este interesante tema, a mi entender, debe ser tratado con mucha delicadeza, porque se presta en gran medida a la subjetividad y puede generar polémica. Sin embargo, voy a intentar elaborar un ensayo de aproximación sobre la producción poética y estética llanera, como expresión  de la cosmovisión, del telurismo, de la libertad, del horizonte abierto, del paisaje en lontananza, según la percepción de sus habitantes, fundamentándome en la gente de Apure, integrante de ese gran contexto sociocultural  llamado “El Llano.
     
Entre los aspectos que intentaré desarrollar, está lo referente al lenguaje “llanero”, utilizado corrientemente en las producciones poéticas o narrativas, donde predomina lo popular y cotidiano, sin ningún lenguaje rebuscado (literario) o técnico, sino la expresión pura y elemental del pueblo, con sus modismos  y figuras coloquiales.
      
Así encontramos que el creador intelectual de los primeros tiempos (siglos XVIII, XIX y parte del XX) se dedicaba a sentir y escuchar los sonidos de la naturaleza, al compás de  las faenas vaqueras, con “el oído puesto en el Llano”, como diría Adolfo Rodríguez, y escribe magistralmente sus versos sabaneros el conocido  poeta Sánchez Olivo.
      
Esa percepción poética y existencial llanera trasciende a otros géneros literarios y es cuando surgen producciones en prosa, tales como “Un Llanero en la Capital, de Daniel Mendoza, El Llanero, del villacurano Rafael Bolívar Coronado (oculto tras el nombre del calaboceño Mendoza), y el libro de Víctor Manuel Ovalles; Por Los Llanos del Apure, de Fernando Calzadilla Valdez, “Diario de un Llanero” del cunavichero Antonio José Torrealba Ostos, entre otros. Sin olvidar que  escritores no llaneros también incursionan exitosamente en estos predios, como sucede con el caraqueño Rómulo Gallegos y su monumental Doña Bárbara, y con el colombiano José Eustacio Rivera y su Vorágine, aun cuando esta última es una novela dedicada a la selva cauchera amazónica.
     
Generalmente se observa en esta literatura la persistencia de un sentimiento de nostalgia por el pasado glorioso, los personajes y hazañas de la Independencia u otras contiendas civiles, como la guerra federal, que se han  conservado en la mente del pueblo, en mitos, leyendas y corridos. Este modo de ver las cosas lo captan magistralmente escritores como José Vicente Abreu o José León Tapia, ganados para una  incesante búsqueda de valores tradicionales en la memoria colectiva.
     
 Pero, por encima de cualquier apreciación que se haga, no puede negarse que el llanero es un pueblo pletórico de invencibles esperanzas y sueños; pues, tiene casi doscientos años esperando el Ferrocarril de los Llanos, que actualmente el Presidente Hugo Chávez Frías ha prometido convertir en realidad; como también la reactivación del  Eje Fluvial Apure – Orinoco, con antecedentes todavía más antiguos, si nos remontamos a los tiempos de Miguel de Ochogavia y Fray Jacinto de Carvajal (1647), en búsqueda de una salida al Atlántico.
      
Ahora, procederemos a  desglosar algunos de los conceptos que dan encarnadura al presente tema: EL LLANO, POÉTICA Y ESTÉTICA DE UNA MISMA LEJANÍA.

 En distintas partes del globo terráqueo existen áreas geográficas planas, llenas de horizontes, que han recibido denominaciones diferentes, fundamentalmente atendiendo a algunas condiciones geográficas específicas: relieve, tipo de suelos, clima, vegetación, entre otros aspectos. Así se habla de  planicies, pampas, estepas y “llanuras”.  
      
Estas últimas regiones, “las llanuras” o “Llanos”, están ubicados en una gran depresión de la cuenca hidrográfica del Orinoco compartida por Colombia y Venezuela, con una extensión de aproximadamente 600.000 kilómetros cuadrados y una altitud promedio de  200 metros sobre el mar; Por ello son denominados “Llanos del Orinoco”.
      
Ahora, para continuar, nos hacemos algunas preguntas: ¿Cuándo comenzó a hablarse del Llano y de los llaneros?. ¿Siempre ha existido el Llano?. Intentaremos responderlas siguiendo nuestras modestas deducciones.
     
Según algunas teorías filosóficas racionalistas, las cosas (el mundo objetivo) no existen hasta tanto  no se les piensa y se les da un nombre (aquí  encajaría la famosa frase cartesiana: “¡Pienso, luego existo!”). Dentro de esta misma línea de pensamiento ubicamos la sentencia bíblica recogida en el libro del Génesis: “Primero fue el  verbo”. Donde leemos que el Gran Hacedor dijo: ¡Hágase la luz!. Y se hizo la luz… Y así fueron surgiendo los diferentes elementos integrantes del Universo, a  medida que el Creador los fue enunciando. Hasta tanto Él no los mencionó, no existían. O como diría Alberto Merani: hasta tanto no se produjo la humanización de los antropoides primitivos, con la adquisición del pensamiento y la palabra, no se descubrió la propia existencia y del entorno. Así nace el mundo en la conciencia humana.
    
De igual manera debe haber sucedido con el espacio territorial conocido hoy día como “Los Llanos”. Hubo necesidad de bautizar la región para que el vocablo cobrase vida en el pensamiento y la acción de nuestros primeros conterráneos (opresores y oprimidos).
      
Bien sabemos que este territorio plano, horizontal y agreste ha existido  físicamente (geológicamente) desde hace millones de años, cuando se fue conformando la corteza terrestre; pero ni la región ni sus habitantes  eran conocidos como  Llanos” y “llaneros”. No existían como tales.
     
El habitante autóctono, que transitaba libremente por bancos, sabanas y esteros, cazando, pescando y recolectando frutos y tubérculos, sin conocer el caballo, no era llamado “llanero”. Accede a esa condición   con el obligado mestizaje étnico y cultural que se produjo con la llegada del europeo y del africano, las reses vacunas y caballares, el fandango, el cuatro y la bandola, que lo trasmutan en centauro, recio hombre de caballo y vaquerías, con alma de músico errabundo y trovador de porfía, dueño y señor de inmensos horizontes, en su deambular lejanías.
      
Existen vagas referencias sobre que los indígenas del Orinoco aprendieron el manejo del caballo y el pastoreo vacuno en las misiones jesuitas (a partir del siglo XVII), cuya acción catequística terminó en América para el año 1767, cuando fueron expulsados de todo el imperio español, por temor de Carlos III a la autonomía de los pueblos  sometidos. Pero  solo cuando se cruzan en esta geografía inmensa, en un proceso de íntima amalgama,  culturas y etnias diferentes, conformando un ente sociocultural bien definido,   puede hablarse del “Llanero”.
Pero,  ¿cuándo aparece la denominación de “Llano” y “Llanero”?.
      
En los últimos tiempos se han suscitado en nuestros cenáculos académicos animadas polémicas con respecto a este tema. Seguidamente emitimos y ratificamos nuestra opinión; para sustentar nuestra posición aludimos a las famosas “Ordenanzas de Llanos”, aprobadas y aplicadas durante el siglo XVIII y comienzos del XIX por los entes gubernamentales reales, mantuanos y oligarcas que dominaban a la Venezuela de entonces.
    
 El hecho de que las autoridades  reales de la Provincia de Caracas, en el último tercio del siglo XVIII colonial venezolano,  acordasen un  conjunto de normas jurídicas para regular la conducta de los habitantes rurales de su jurisdicción territorial destinada a las actividades pecuarias, utilizando el vocablo “Llanos”, indica que ya el mismo era de uso corriente y cotidiano. Se habla de “los llanos de la Provincia de Caracas”. Y, por supuesto,  si se habla de “llanos” es natural que se aluda también a “llanura” y “llaneros”. De aquí el deducir que el término lingüístico surge  en algún momento de la ocupación del territorio e intentos de sometimiento de sus habitantes por parte de los invasores europeos, probablemente en el transcurrir de los siglos XVII y XVIII.  
      
Por ello no debe extrañar que cuando Alejandro de Humboldt viene a estos predios, en el año de 1800,  oiga la palabra en boca de sus interlocutores y la recoja en sus anotaciones, por lo que no creo que él haya sido el creador del vocablo “llanero”. El Libro IV, Capítulo XVII de su obra Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Mundo está lleno de referencias a los Llanos de Caracas y hace un comentario valiosísimo para el tema que venimos comentando: “…los conquistadores españoles que por primera vez penetraron desde Coro hasta las orillas del Apure no los nombraron desiertos, ni sabanas, ni praderas, sino llanuras, los Llanos” (1991: III, 211). Esas expediciones a que hace referencia Humboldt se remontan al siglo XVI, que sugiere una antigüedad más que centenaria del término utilizado para calificar a la región.  Y en cuanto al gentilicio de los habitantes, para que no queden dudas, expresa: “Estos hombres pardos, designados con el nombre de peones llaneros, son unos libres o manumisos, otros esclavos” (Ob. Cit.: 225).
    
 Además, el sabio alemán publicó sus libros sobre sus investigaciones en América estando en París, hacia 1816, y en idioma francés. ¿Había alguna posibilidad de que esos escritos fuesen leídos  en ese momento, en plena guerra emancipadora, por los habitantes de esta zona de Venezuela, que, en su mayoría, eran analfabetas y desconocían el idioma francés?. Que yo sepa, ninguna; pero el término “llanero” ya era de uso popular.  
     
 Además, tanto José Tomás Boves, quien actuó protagónicamente en Venezuela en el lapso histórico 1813 – 1814, acabando con la II República, como Pablo Morillo, El Pacificador de Tierra Firme, lo hizo entre 1815 - 1820 (debemos recordar “las catorce cargas consecutivas sobre mis cansados batallones”, en Mucuritas, 1817) y también Simón Bolívar, El Libertador,  aluden en sus cartas y proclamas a los  “llaneros”. El Mariscal Sucre resaltó la actuación de las tropas “llaneras” en Ayacucho, al lograr su brillante y decisivo triunfo sobre los ejércitos realistas. Así mismo, el general José Antonio Páez, principal paladín de este pueblo, en su Autobiografía,  exalta a los llaneros hasta la inmortalidad.  
     
 En los tiempos modernos, con fabulosa prosa, lo hace el médico barinés José León Tapia, en sus historias noveladas, nutridas con la oralidad popular,  sobre Ezequiel Zamora, Por Aquí Pasó Zamora, Pedro Pérez Delgado, “Maisanta”, el Último Hombre a Caballo, Emilio Arévalo Cedeño, Tiempos de Arévalo Cedeño. Recuerdos de un soldado, al llanero Domingo López Matute, en su libro Muerte al Amanecer, su remembranza a Don Ignacio del Pumar en su memorable Tierra de Marqueses,  también con su armónica   obra Música de las Charnelas, entre otras apologías llaneras admirables.
     
 Para ilustrar documentalmente lo que apunto sobre el momento del origen del llanero, tomo algunos párrafos de un excelente ensayo del amigo Cronista  de Valle de la Pascua, Dr. Felipe Hernández, recientemente publicado (2012), que ubica el vocablo a mediados del siglo XVIII:
     Las Ordenanzas de Llanos constituyen el primer cuerpo de leyes escritas aplicadas a los llanos de la antigua Provincia de Caracas, con una finalidad primordial: preservar el derecho de propiedad sobre la tierra (requisito fundamental para lograr el arrebañamiento de ganado cimarrón, base social de la riqueza en los llanos) y asegurar el establecimiento de un orden social, necesario para la consolidación de las fundaciones de hato”.

             
Don Felipe explica diáfanamente las razones  que motivaron la expedición de este instrumento legal para regular la actuación de los habitantes de los Llanos:

     Responde este cuerpo de leyes a toda una problemática, y se instaura efectivamente a raíz de la petición que con fecha 17 de septiembre de 1771 presentara un selecto grupo de hacendados ganaderos ante el Gobernador de Caracas, Mariscal de Campo don Felipe de Font de Viela y Ondiano (Marqués de la Torre), solicitando su inmediata intervención, con miras por el saqueo, abigeato, y el sacrificio indiscriminado de las reses (desjarretaderas) para el aprovechamiento de su cuero, sebo y manteca, con el consecuente menosprecio de la carne; irregularidades cometidas por un creciente núcleo de población volante (esclavos fugitivos de sus amos, morenos libres arrochelados, blancos sin tierra, etc.), ajenos a todo concepto de ley, que saqueaban los hatos y rondaban libremente, amparados en la soledad y extensión de la llanura.

 Estas “Ordenanzas”  estaban circunscritas jurisdiccionalmente en la época colonial a los Llanos de la Provincia de Caracas, pero tenían validez para todo el Llano Venezolano y son las que van a dar pie para la creación de la figura del “Juez de Llanos”, que   persiste en nuestra legislación republicana, referidos a la explotación pecuaria (la famosa Ley de Llanos, favorita de caciques y gamonales regionales, la contempla en su articulado). Con su aprobación queda constancia escrita del surgimiento semántico del vocablo “Llanos” y, por supuesto, de sus habitantes, “llaneros”, mucho antes de la excursión humboldtiana.
    
 Es posible que quien nos oiga o lea perciba un acentuado regionalismo de parte nuestra (“aldeanismo”, dirán algunos),  en el estar cegados por nuestro excesivo apego al terruño nativo. Es posible que sea así. Pero también consideramos que para explicar la esencia y razón de ser de “la llaneridad”, hablar de Apure es lo ideal. Al respecto, nuestro homérico aeda José Vicente Abreu, fantásticamente emocionado, evocaba que “Apure es la hazaña. Allí sobrevive su habitante, el llanero, un nuevo mestizaje de la creación de América (…) Allí el llanero hace más por la hazaña que por el heroísmo…”, para plantear su original tesis de la “diablocracia” en esa “lucha sin cuartel por la libertad” a que ha estado sometido constantemente el llanero en su devenir histórico.
     
 La misma naturaleza del paisaje llanero, que se muestra virgen y bravío hasta hace poco, con una flora y una fauna excepcional, hace que la percepción moderna que se tiene del ambiente corresponda a un tiempo sin dimensión: no se sabe si las escenas pertenecen a un pasado que no se quiere ir, o de un presente anclado en los tiempos del ayer, aun cuando la desafiante mirada del llanero apunte a un mañana incierto.  Una voz sobreviviente”, traduce José Vicente, considerando que “en la leyenda, en la copla, en la sed de decir verdades o mentiras, siempre tan cercanas a lo real y humano de los hombres”, que es “historia viva, la que no se muere en los parientes, en la aldea, en las tertulias del soguero”, porque entre los llaneros “nunca se ha muerto el futuro en la leyenda. Al contrario en esas leyendas hemos partido siempre para el porvenir”. Es como hablar del “matar el olvido” vargasvilano.

Las  renacentistas crónicas de Fray Jacinto de Carvajal reflejan paradisiacas escenas al transitar fluvial por ignotas regiones, perturbadas repentinamente por la algarabía de “pericos”,  guacamayas”,guacharacas” y “chenchenas” o el tronar del barajuste montaraz de grandes y realengos rebaños de ganados, que  como cualquier animal silvestre y sin dueño, “cruzan libres este suelo”. Es una visión de esperanza abierta en la lejanía del horizonte, en “un llano largo y profundo”, en el decir del poeta Luis Mendoza Silva,  lo que nos ofrece el relator hispano. Allí están los dominios de Tabacare, el regio otomaco de apolínea estampa, que habla de gente cordial y hospitalaria, pero siempre dispuesta al combate y  llena de coraje ante los posibles abusos del invasor.  Es un pasaje rasante la que hace el potencial expoliador y no hay enfrentamiento.
      
Llega el siglo XVIII y “La Otra Banda del Apure”, ignota y  llena misterio, se convierte por arte de magia en una “tierra de promisión”, en una región mítica en la mente de la aristocracia criolla del norte de Venezuela, que la ve como área natural de expansión a sus ambiciones e intereses terratenientes y ganaderos. Es una zona infinita llena de pastos, bosques  y reses sin dueños, en una superficie que alcanza a 76.500 kilómetros cuadrados,  encajonada” entre grandes y caudalosos ríos llenos de peces y animales acuáticos: el Orinoco, el Apure, el Arauca, el Capanaparo y el Meta son nombres extraños y sonoros que llenan la codiciosa imaginación del expoliador. Allí está “El Dorado”, al alcance de la mano.
      
Apure siempre ha sido una zona de poca densidad demográfica (hoy, a comienzos del siglo XXI, su población no llega todavía a medio millón de  habitantes), donde sus pobladores originarios fueron aborígenes nómadas, “sin parada segura”, como diría Miguel Izard, el catalán  historiador enamorado de nuestra idiosincrasia llanera. Allí deambulan achaguas, otomacos, yaruros (“Pumé”), taparitas, guamonteyes, guahibos, chiricoas, entre otros  entes fantasmales que aparecen y desaparecen sin dejar rastro en la inmensidad de la sabana; que  enfrentan sabiamente las precariedades asfixiantes de habitabilidad del medio: los caudalosos ríos, las fieras y los peligrosos reptiles, las cíclicas inundaciones  y sequías, los fangosos suelos aluvionales, pobres para la agricultura, las plagas y las epidemias (paludismo, viruela, fiebre amarilla, enfermedades intestinales). Pero esa aparente inhospitalidad terrígena es vista como “Tierra de Libertad”, por los esclavos escapados de las haciendas e ingenios azucareros que la oligarquía criolla usufructúa en los valles de Aragua, Caracas o del Tuy; ansiada por los bandoleros y fuera de la ley que huyen de las garras de la autoridad real española (caso ilustrativo es el de José Antonio Páez); porque aquí, el hombre es dueño de su propio destino:
“Sobre mi caballo, yo,
Y sobre yo, mi sombrero…”.

     Un “crisol de razas”, como llegó a calificar nuestro mestizaje americano el mexicano renegado José Vasconcelos: indígenas, negros esclavos y blancos de baja ralea, sin contar los misioneros jesuitas y franciscanos capuchinos andaluces llegados a estos olvidados confines con su cohorte de servidores, que dieron origen al llanero apureño al sembrar su semilla al voleo; es decir, al Centauro: hombre de a caballo, dueño y fiero señor de  la llanura, trashumante empedernido, idealista, soñador y enamorado de la libertad.
      
Las referencias históricas aluden a la presencia de misioneros Jesuitas, venidos del Virreinato de Santa Fe, en las costas orinoquenses (orinocenses, dicen al otro lado de la frontera), del Meta, del Capanaparo y del Arauca, a partir del siglo XVII,  hasta 1767, cuando son expulsados del Imperio Español. Ellos van a ser los fundadores de los primeros hatos ganaderos en los llanos apureños y con ellos  los indígenas van a aprender las faenas de vaquerías. Al ausentarse los jesuitas, los indígenas vuelven a sus antiguas costumbres y tradiciones, agregándoles las recién adquiridas.

    
 En vista del vacío creado en la administración misional, la región y su gente va a ser puesta bajo la conducción de los misiones capuchinos andaluces, que le van a dar su impronta a partir de 1769, cuando las antiguas comunidades indígenas se transforman en centros poblados a la manera española, con nombres sacados del calendario cristiano; así son registrados los pueblos de  San Rafael de Atamaica, San Juan de Payara, San Antonio de Guachara, San Miguel de Mantecal,  Nuestra Señora de los Ángeles de Setenta, Santa Rosa del Sarare, entre tantos otros, cuya frontera sur se fija en los confines  del Cajón del Arauca.
     
 La presencia de forasteros en la región creó, a finales del siglo XVIII, fuertes expectativas entre los codiciosos terratenientes criollos que quisieron venir a apoderarse de las mejores tierras de pastoreo, lo que llevó a Carlos III a emitir una Real Cédula en 1771 prohibiendo el asentamiento de población de origen europeo en Apure. Sin embargo, esta medida jurídica no fue suficiente, pues para el momento de la fundación de San Fernando de Apure, en 1788, el fundador, Fernando Miyares, encontró establecidos ilegalmente en la región 20 hatos ganaderos, con la perspectiva de su desaparición urbana por reclamos jurídicos posesorios de parte de los rubios godos Mier y Terán, aun cuando para 1794 la población había logrado alcanzar la categoría de Villa, por decisión real.
     
 Así podemos señalar que la ciudad de San Fernando de Apure debe su existencia al movimiento independentista iniciado el 19 de Abril de 1810, que frenó las apetencias terrófagas de la oligarquía realista, que astutamente pasaba por encima de las órdenes reales (aplicando el conocido lema: “Se acata, pero no se cumple”). Por ello, Pedro Aldao merece se le erija un monumento en alguna parte de la ciudad.
     
 La consagración de su nombre en los anales patrios la va a lograr el llanero con su participación en las luchas fratricidas del siglo XIX venezolano, ilustrando inmarcesibles páginas de gloria, unas veces en las huestes de Boves y otras en las de Páez, Farfán, Muñoz, Zamora, Joaquín Crespo, Valentín Pérez, Arévalo Cedeño, “Maisanta”, Orasma... Una saga que no acaba nunca, que se inicia en el siglo XVIII y llega hasta el XXI con el Comandante Chávez Frías a la cabeza.
    

 Un ilustrado estudioso de la cultura llanera (el “llanerólogo” Mariano Herrera) plantea la tesis de la “Provisionalidad Permanente”, que refleja una condición innata de la personalidad del habitante de la sabana apureña: constantemente está improvisando (no solo en el canto, sino también en su quehacer diario). La zozobra existencial que siempre ha padecido  lo ha condicionado a una vida inestable y errante, donde su potente ingenio y malicia le ha permitido salir adelante. Hasta hoy “el vivir para cada día” ha sido el karma del llanero apureño. ¿Acaso es conformismo, servilismo (“cipayismo” o “malinchismo”), miedo u obnubilación, lo que aqueja a nuestro llanero?. ¿Porqué en otros ambientes el llanero sobresale y progresa…?.
     
 Hablaré ahora de  la parte poética del llanero. Cuando tratamos de explicarnos la intelectualidad de un pueblo existe la tendencia a buscar un conjunto de elementos significantes que trasluzcan la idiosincrasia de ese macrocosmos particular, donde  el autor, sea poeta o narrador, recree e invente sus maneras de expresión; así, la sensibilidad poética  versifica sobre aspectos de la vida  cotidiana y la angustia existencial,  las emociones, las frustraciones, la soledad y  la muerte, entre otras tantas motivaciones. Y abundando un poco, debemos saber que la poesía, para los clásicos, para los románticos y para los modernistas, “era  sentida como variación ornamental de la prosa, el fruto de  un arte  (es decir,   una técnica),  particular”, según el parecer del eminente llanero guariqueño Díaz Seijas (1989: 12).   
     
 De ello no escapa quien cultiva la llamada literatura “llanera”; pues, en sus textos se encontrarán muestras de un acentuado amor a la naturaleza (telurismo), enmarcado en un fabuloso mundo de fantasías e ilusiones, donde tienen cabida los mitos y las leyendas, que se expresan según supuestos parámetros académicos de la llamada Literatura de Lo Real Maravilloso, desconocidos totalmente por muchos de estos autores porque eran analfabetas, aun cuando son ricos en ingenio, como es el caso del cunavichero  Antonio José Torrealba, en cuyos escritos se observa un  profundo y montaraz apego a la poesía y la música.
      
En este sentido podría hablarse de tres niveles de expresión literaria llanera: Por una parte, las PRODUCCIONES INTELECTUALES TRADICIONALES, que conforman el llamado “Folclor Llanero”, que no es solo letra, si no  también  sonoridad musical. Así nos despierta y alebresta  el “tañío” del arpa de Ignacio “Indio” Figueredo, de Arturo Lamuño, de Augusto Braca, de José Romero Bello, de Manuel Luna, de Omar Moreno Gil, de Cándido Herrera, de Julio Conteras, de Urbino Ruiz, de Ramón Rodríguez, entre otros virtuosos de las cuerdas. Así como también nos encabrita el inmenso caudal de versificación de  Ángel Custodio Loyola, de Juan de los Santos Contreras (“El Carrao de Palmarito”), de Eneas Perdomo, de Adilia Castillo, de las hermanas Aparicio, de Reina Lucero, de Enrique Contreras (“El Canario”), de Francisco Montoya, de José Alí Nieves, de Asdrúbal Flores, de Nelson Morales, de Darío Silva, de Cristina Maica, de Samuel Rodríguez (“El Hijo de la Sabana”), de Yisel Tapia, de Reinaldo Armas, de Juan Farfán, cuya creatividad relancina es expresada en pasajes, corridos, contrapunteos (como el famoso desafío de “Florentino y el Diablo”), décimas, coplas, bambas, refranes, adivinanzas y galerones. Es decir, “aquellos que no han sido domesticados por los manuales y la enseñanza oficial y canónica”, como alguna vez escribió Nelson Osorio T., en Prólogo al texto biográfico elaborado por José María Vargas Vila sobre el gran poeta azul que fue Rubén Darío.
      
Otro momento expresivo lo constituye la TRANSICIÓN DE LAS LETRAS LLANERAS, que va de lo autodidacta hasta la academia, como es el caso de algunos distinguidos poetas letrados pero no formados en centros especializados en este campo, que menciono sin la intención de hacer inventario, porque son innumerables los representantes:
Francisco Lazo Martí (Guárico)
Alberto Arvelo Torrealba (Barinas).
Germán Fleitas Beroes (Guárico).
Julio César Sánchez Olivo (Apure).
José Natalio Estrada Torres (Apure) .
Reinaldo Espinoza Hernández (Apure).
Eduardo Hernández Guevara (Barinas).
Felipe Martínez Veloz (Apure).
Alexis Heredia (Apure).
Pedro Felipe Sosa Caro (Apure).
Pedro Gamarra (Apure)
Jorge Guerrero (Apure).
Alfredo Parra (Apure).
Eduardo Carranza (Arauca).
Miguel Ángel Martín (Arauca).
Eduardo y Hugo Mantilla Trejos (Arauca).
Carmen Martínez Arteaga (Arauca).
      
Y por último, el momento que denomino  “CONSOLIDACIÓN ACADÉMICA DE LA POESÍA LLANERA”, que es como una depuración a través del tiempo, porque corresponden a diferentes épocas (menciono algunos nombres de poetas, casi todos  apureños, pero en cada entidad territorial llanera forman legión):
Juan Vicente Torres del Valle.
Narciso Domínguez.
Lucila Velásquez.
José Vicente Abreu.
Orlando Araujo.
Adelis León Guevara.
Glicery Gracia de Silva.
José Manuel Briceño Guerrero.
Cristóbal Jiménez.
Miguel Pérez
Freddy Melo.
     
 Como para apreciar acertadamente la expresión artística de una obra,  que puede estar representada a través de la plástica, el canto, la música o la escritura, y se necesita una alta sensibilidad estética, tomaré como punto de partida, para subsanar de alguna manera la carencia,  el texto galleguiano que inserta nuestro paisano y amigo Miguel Pérez, cuando esculpe magistralmente su opinión sobre Orlando Araujo:

“La obra de arte que llega al corazón de la gente y perdura en él, no es precisamente la que está atenta a los últimos dictados de la moda literaria, ni la que administra con habilidad los recursos que esa moda le ofrece. Es la  obra que nace como una necesidad expresiva del hombre ante el espectáculo del mundo y de si mismo, inspirado en un tema sentido y vivido y no en uno convencional o impuesto, realizada con imaginación creadora más que con las excelencias  de las técnicas o con los rigores de la lógica” (“Orlando Araujo a vuelo de pájaro…).

     Como es de observar, la expresión estética llanera, siguiendo ese criterio “es la  obra que nace como una necesidad expresiva del hombre ante el espectáculo del mundo y de si mismo…”. Así, las primeras manifestaciones que se conocen corresponden a una impactante representación “paisajística humanizada” del Llano y su gente.
     
 Las representaciones de Ramón Páez, un pintor de escuela e hijo del Centauro, cuando ilustra su libro Escenas Rústicas de Suramérica (1862), corresponden a esta etapa artística primigenia, salpicada de reminiscencias epopéyicas. Pero, el arte popular e ingenuo de Apure, con el que Ramón no tuvo contacto, transita durante varias décadas este sendero.

Francisco Fernández Rodríguez, formado en París, integrante del “Circulo de Bellas Artes”, de Caracas, de los pintores del Ávila y diseñador del Escudo Oficial de Apure, rompe este molde tradicional e incursiona en otros derroteros plásticos.
      
Pero, realmente, el academicismo en las artes se inicia en Apure hacia 1964, cuando es creada la Escuela de Artes Plásticas “Juan Lovera”; de allí van a egresar cultores de la calidad de Rafael Martínez, que trabaja el arte abstracto, el cubismo y  el cinetismo, representado en galerías londinenses, parisinas, romanas y de Nueva York. Aquí nos deleitan con sus producciones sustentadas en la naturaleza regional llanera artistas de renombre por su maestría en el dominio del pincel: Víctor Loreto, Edgardo Briceño, José Gregorio González Vivas, Victoria Moreno, Wáscar Jaspe, Rafael Verenzuela y William Ibañez, entre otros.
     
 Capítulo aparte merece Alighieri González, escultor ingenuo, autor de la estatua de Simón Bolívar en la Plaza de Biruaca; pues, aun cuando sus esculturas las elabora en cemento, su fama ha logrado trascender hasta ámbitos internacionales por su originalidad: “Simón Bolívar sobre el globo terráqueo rompiendo las cadenas de la opresión colonial española” es una muestra de ello. Aparece reseñado, por iniciativa de este autor, en la obra del crítico de arte Rafael Pineda: Las Estatuas de Bolívar en el Mundo (Caracas, Centro Simón Bolívar, 1983).
                    
    
 Ahora, atendemos el reto inicial, aludiremos a la sensación de lejanía que embarga al  habitante de la llanura.  Considero que esta sensación es una apreciación subjetiva como sucede con todo lo emocional.
      
Esa lejanía es una reminiscencia afectiva que inexorablemente  llevamos todos los llaneros de por vida (y también en la muerte, si no caes en el olvido) y la asimilo al pensamiento de José Vicente Abreu: “El Llano sigue siendo un lugar donde se vive o se muere. Si mueres eres un pobre diablo muerto y nada más. Y esos son los epitafios verbales en los corríos y en las coplas donde ya uno empieza a sobrevivir después de muerto” (”Entre Ovalles y Gallegos: El Llanero).
    
 Sin embargo, trataré de deslindar algunas apreciaciones comunes:
a-      En el Espacio: Apure está a una distancias de 500 kilómetros de Caracas, más cerca que Ciudad Bolívar, Cumaná, Maracaibo o San Cristóbal, sin embargo se ha difundido siempre que está “más lejos que más nunca”. Además, no existe interés en facilitar el acercamiento del pueblo a los centros de poder. ¿Será para mantenernos siempre en el limbo?.
b-      En el Tiempo. Persiste en la memoria de muchas personas ligadas a Apure  la idea sobre la eterna carencia de buenas vías de comunicación, permanentes y seguras, que hacen rememorar interminables y monótonos días de viajes (en chalanas, bongos y canoas, por los ríos; en bueyes, en burros, en caballos, en recuas y carretas, por polvorientos caminos sabaneros).
c-      Todo lo dicho suena poco poético, pero, aparte de eso, y para finalizar, hay que enfrentar también otra sensación de lejanía y que identifico como desencuentros con nuestra propia realidad, que son producto del inexorable transcurrir del tiempo y  los avances tecnológicos a los que todavía no nos hemos adaptado.
     
 El  primero es el creer que se puede revivir  el “Viejo” Llano, el Llano tradicional, de  jinete, caballo, soga y toro parao, con proezas en rodeos y vaquerías; las madrugadas de ordeño, con cantos y adivinanzas, para las amansadas en las queseras. Las “cachilapeadas en las cimarroneras”, que solo quedan en las narraciones recogidas en los libros, como Doña Bárbara (1929),  Por los Llanos de Apure (1940) y Diario de un Llanero (1986).
       
Y el segundo desencuentro con la realidad es creer que  el “Nuevo” Llano puede construirse solo con la tecnología moderna. Entre los primeros cambios estuvo la cerca de alambres, que sirvió para delimitar la propiedad de la tierra (concepto netamente capitalista), pero que impide al llanero “cruzar libre este suelo”, como dice nuestro himno regional. El antiguo ganado “cachalero” (cimarrón) fue sustituido por nuevas razas vacunas, que supuestamente garantizan mayor producción de leche y carne.  Ello exige una profilaxis más intensa e instalaciones más adecuadas: el ganado es más dócil y el  pastoreo se puede hacer hasta en moto o bicicleta. La mecanización que se aplica es muy buena. ¿Pero qué pasará con el alma del llanero?. ¿Vamos a matar al Centauro?. ¿No importan sus viejas tradiciones y costumbres?. ¿No hay manera de combinar su bienestar socioeconómico con su idiosincrasia?.

San Fernando de Apure, Agosto 31 de 2012.
                                                                                                                         
FUENTES DE DOCUMENTACIÓN.
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